Por Juan Pablo Neveu
Durante siglos, la escuela se sostuvo sobre la escasez: el saber era difícil de acceder. Hoy, en cambio, el conocimiento fluye como un río digital, inagotable y disponible. Allí, la IA es un interlocutor que responde, argumenta, inventa, por lo que el aula se resignifica en un laboratorio de interpretación crítica y de codiseño. Como recordaba Paulo Freire, educar no es llenar un recipiente vacío, sino problematizar el mundo. Y ese mundo, en 2025, ya tiene gramática algorítmica.
El filósofo Yuk Hui, uno de los pensadores de la tecnología más agudos de nuestro tiempo, lo expresa con precisión:
> “Los humanos somos seres tecnológicos. Inventamos tecnología, pero esta a su vez nos inventa a nosotros” (entrevista en El País, 2024).
Esa gramática, sin embargo, no se escribe igual para todos. En tecnología suele afirmarse que cuanto más grande es una red, más eficaz resulta. Sin embargo, aunque la mayoría de las personas usuarias se comporta de manera predecible —dejando huellas comportamentales que se transforman en datos a través del uso de aplicaciones y plataformas personalizadas—, la pregunta inevitable es qué ocurre con lo que queda fuera de esa digitalización, con quienes no encajan en la norma estadística.
Allí asoma el costado segregador: las personas invisibles, las que no dejan rastros suficientes para alimentar al algoritmo, quedan marginadas de esa nueva atmósfera. Lo cual atenta contra la calidad de los servicios de IA. Y es que los resultados de numerosas investigaciones (Bender et al., 2021; Mitchell et al., 2021) son claros: cuanta más diversidad de datos y enfoques alimentan el entrenamiento, más posibilidades tienen los modelos de IA de trascender. Pero cuando esa diversidad falta, la IA no amplía horizontes, los estrecha… y en ese límite, se parece sospechosamente a la cognición humana.
En este escenario especular, la escritura aparece como un mecanismo doble. Por un lado, abstrae y contrae la complejidad del mundo en secuencias precisas, concisas y contextualizadas, listas para ser ejecutadas por un asistente de IA. Por otro, esas mismas secuencias se expanden en una dimensión digital que multiplica su alcance.
Habitamos así nuevos procesos de contracción y expansión, de respiración humana y algorítmica, en la era de la economía de la atención y la recolección masiva de datos. Allí, las capacidades de razonamiento de la IA, comparables al nivel doctoral en múltiples disciplinas, resultan al mismo tiempo deslumbrantes y riesgosas. Pero el riesgo más grave no es técnico: es perder de vista, naturalizar —o directamente olvidar— que hay muchas personas afuera, dando apenas sus primeros pasos en los ecosistemas digitales atravesados por la IA. Y esas personas tienen entre diez y cien años.
América Latina, acostumbrada a improvisar tecnologías frente a la carencia, enfrenta aquí un dilema. La metáfora del recurso —la herramienta que falta y se sustituye con ingenio— ya no alcanza. La IA desborda esa lógica. Es más parecido al aire: invisible, ubicuo, determinante. En palabras del propio Hui, “vivimos dentro de un gigantesco sistema tecnológico”, aunque insistamos en pensarla como un programa útil.
Ese aire, como todo aire, puede sofocar o puede dar oxígeno. Entre los riesgos, están la homogeneización cultural impulsada por modelos dominantes, la amplificación de desinformación y la tentación de delegar el juicio crítico en sistemas opacos. Pero también emergen promesas: la democratización de la creación cultural, la revitalización de lenguas indígenas mediante traducción automática y la emergencia de lenguajes colectivos antes silenciados.
La escritura misma ya no está sola. Cada frase puede ser sugerida por una máquina que aprendió a escribir leyendo millones de páginas humanas. Y, sin embargo, lo humano resiste: se cuela en la elección de una palabra mínima, en el ritmo inesperado de una frase, en la respiración de un texto. Allí, en esa fisura, brilla lo singular: un resplandor.